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JESUS RODRIGUEZ VELASCO: Search this website 

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06
Nov
Lapicero. Edición de un texto probable de Demetrio de Beocia

Desde hace unos pocos años, siempre que se me antoja comprar un libro, voy a la sección de usados de la librería más cercana. Allí, hurgo en el orden alfabético, elijo, y nada más haber depositado el dedo en el lomo para sacar a mi víctima de su estantería, pongo en marcha un segundo sistema de selección: de entre los ejemplares disponibles, sólo compro el que tiene más anotaciones.

Hoy hice lo propio, pero de manera mucho más descuidada, porque tenía hambre y cierta prisa por irme a comer al restaurante de la esquina, totalmente vencido por la pereza y habiendo ya decidido que no cocinaría. Ni siquiera pensé si el libro estaría anotado o no, ni reparé en elegir otro ejemplar más fatigado, o con las esquinas dobladas, ni nada. Sabía el autor que quería leer, sabía el libro que quería leer, tenía en mi cabeza la música que iba a sonar con el libro y sin más ni más, me apropié de él.

Héteme aquí ya en mi restaurante —cuyo nombre queda por hoy en secreto—; me sientan en una mesa que no me gusta, porque es demasiado oscura y no me permite leer; pido que me pongan en otra mesa. Diligentemente, me llevan al otro lado del restaurante, donde hay más luz, más gente y más sorpresas. Estoy por decir que necesito otra mesa, porque la que me dan está como en el mismísimo medio, y me siento como el miércoles, o como el jueves. Como el jueves.

Así que me siento a la mesa, y me convierto en jueves en pleno martes. Allí, hago mi pedido al camarero, que de manera constante —y hoy no es una excepción— viene unos segundos después a mi mesa para preguntarme si lo que él cree que yo he pedido es, en efecto, lo que he pedido. Tengo ganas de indicarle lo importante de anotar la orden en una libreta al efecto, pero últimamente está de moda entre los camareros el memorizar los platos no ya de uno o de dos comensales, sino de los trece de la última cena, si es que fuera a celebrarse allí. Mientras mi camarero parte a hacer el pedido por segunda vez —luego volverá para decirme que sólo quedan unos minutos para que me sirvan, lo que indica que él mismo tuvo que repetir todo a cocina una vez más— abro mi libro.

Por alguna razón, las mujeres que se sientan  al lado apartan ruidosamente la mesa separándola de la mía, mientras una de ellas le dice a la otra que no le interesa mi conversación. No entiendo bien la referencia, porque yo estoy leyendo silenciosamente, y no mantengo conversación alguna con nadie mientras estoy leyendo. Al contrario, si hay algún tipo de sentimiento que en ese momento me esté poseyendo es el de enmudecer. Yo, que esperaba encontrarme tranquilamente con la historia trágica de Glenn Gould y de cierto perdedor que regala su Steinway & Sons a la hija de un profesor de música, la cual destroza el piano en dos jornadas, me veo más bien sorprendido por dos hojas, una de guardas y otra de portadilla, con un manuscrito escrito de esquina a esquina.

Para mi sorpresa, no tengo que traducirlo del árabe, ni tengo que sacarlo del caldeo (todo mojao), ni se encuentra en un cofre bajo siete llaves en una caverna guardada por un león. Nada de eso. Antes al contrario, ahí está, delante de mí, esperando a que lo lea y hablándome en mi propia lengua. Después de leerlo me asiste la duda de saber si el manuscrito siempre habló en esa lengua o se puso a hablar en la mía porque era yo quien estaba leyendo. Pienso que es una duda muy legítima, habida cuenta de quién es el protagonista de la historia. Pero es una duda que produce enorme turbación.

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A mayor abundamiento de cosas, cualquiera que vea la fotografía adjunta, se dará cuenta de que el manuscrito es tal vez atribuible a un esquivo autor cuyas obras plus quam completas tenemos la intención de editar desde hace varios años. Me refiero nada menos que a Demetrio de Beocia. En el Chronicon de Metribus, del sabio bizantino Heraklios Theodolitos, se alude a un momento que quizá esté vinculado con la producción de este manuscrito, en el cual el propio Demetrio de Beocia, al salir exiliado del monte Athos, se refugia en una caverna que no es sino una mina de grafito. En esta mina de grafito, cuenta la leyenda, Demetrio encuentra una inesperada sonoridad, y repite durante cuarenta días y cuarenta noches (para desesperación de una colonia de murciélagos que allí habita) tanto historias sagradas como otras de su propia minerva. Theodolitos, de inventiva siempre muy mesurada, habla en ese instante de la memoria del grafito, y de cómo este recoge la voz de Demetrio para conservarla a través de los siglos.

El filólogo que hay en mí no puede encontrarse con un manuscrito y no transcribirlo de inmediato. Y eso es lo que me propongo hacer en este momento. Doy a continuación, sin más preámbulo, el texto de dicho manuscrito, sin cambios de ningún tipo, y con absoluta fidelidad a la ortografía —aun en aquellos momentos en que es dudosa—, a la puesta en página, abreviaturas, anacolutos y solecismos, sin quitar ni poner coma. Para que las personas interesadas en ello puedan sentirse satisfechas, también he incluido una fotografía del manuscrito propiamente dicho. __________________________________________________________________

“[Fol. 1v] El gesto no tiene el menor altruismo. Todo medievalista sabe que en el mundo existen aventuras reservadas exclusivamente para una sola persona. Uno puede pasar el resto de su existencia con la esperanza de encontrarse con su aventura, pero resulta que esta, tal vez, vive en otro lugar, o en otro tiempo. Nadie dice que la aventura que nos está reservada —en el caso de que nos haya sido reservada— exista en la misma dimensión en la que existimos nosotros. Tampoco hay nada que pueda asegurar que el modo de existencia de la aventura reservada sea inmediatamente reconocible por quien va, paso a paso, corriendo hacia la muerte. Si siempre hubiera de darse esta coincidencia y reconocimiento entre la aventura y el sujeto, el mundo estaría insufriblemente lleno de novelas de caballerías, las más de ellas autobiográficas. Por suerte esto ya no es así.

Pero lo que decía es que el gesto no tuvo nada de altruista. El caballero preguntó a la dependienta de la librería, con un leve acento francés, si vendían lapiceros. Ella, sin acento pero con toda amabilidad, le respondió que no. Yo solo cogí la conversación al vuelo mientras me enzarzaba en una danza cortesana renacentista con una dama o doncella desconocida por saber quién pasaba por qué lado. Cuando los compases de la danza se hubieron consumido en el silencio y tanto la dama o doncella y el caballero o doncel pudimos seguir nuestros caminos respectivos por la librería (yo a pagar mi libro, ella a buscar no sé cuál de todos los que allá se venden), saqué un lapicero del bolsillo que toda americana tiene diseñado para un pañuelo y se lo ofrecí al caballero con acento francés —el suyo, el mío es español.

—¿Necesita usted un lapicero?

Su respuesta afirmativa fue también algo dudosa, como si no estuviera seguro de que ese Dixon Ticonderoga 2B apenas usado, pero ya sin goma de borrar en su parte superior (o inferior, según se mire) pudiera en efecto serle ofrecido. El hombre hizo una precisión, él no solo necesitaba usar un lapicero, sino llevárselo consigo para siempre jamás. Yo, naturalmente, ya lo había entendido, pues tengo una inteligencia mediana que me permite predecir que cuando un individuo se apresta a adquirir un lapicero en el mercado, no entra dentro de sus cálculos devolverlo a la persona que se lo vendió como si en realidad se lo hubiera alquilado, sino guardarlo para luego poder mordisquearlo, hacer unas pocas anotaciones en un libro y luego perderlo con objeto de encontrarse en la situación primitiva una vez más. Pero además yo me había apercibido de que este caballero no era un caballero cualquiera, sino que como Guilhem de Nevers, era cavaliers e clers, useasé, que era un intelectual. Un verdadero y genuino intelectual, crudo, de cuerpo presente, en estado de turbación, por carecer de aquello que es le más elemental a todo intelectual, a saber un lapicero. Sentí crecer en mí la ansiedad, ante la posibilidad de estar contemplando a un intelectual, francés para más señas, en ese estado de carencia. ¿Qué podría hacer un intelectual sin lapicero? El Coro Trivial cantaría una antístrofa “es como un jardín sin flores”, pero mi hermano, que era de todo excepto trivial, habría comentado, “es como la oropéndola, o el ñandú”, y se habría quedado más ancho que largo.

El intelectual sin lapicero miró goloso al que le estaba ofreciendo desde la atalaya de mi mano con tan rara gratuidad. Entendió que era para él y me dio las gracias en francés. Sin acento. Como todo el mundo sabe, yo soy el Caballero de Pentecostés, así llamado porque tan pronto como alguien me habla en un idioma, me apresto de inmediato a responder en el mismo idioma en que se me habla. Es un terrible estigma del que no me he sabido desprender, sino que más bien me ha acompañado e ido creciendo de manera incontrolable a lo largo de los años. El caso es que en francés le expliqué que no tenía nada que agradecerme, ya que siempre me desplazo con una caja de lapiceros de diferentes grados de dureza, y con sus almas de grafito arropadas por distintos tipos de cuerpos de madera —aunque prefiero el olor del cedro, y me paso el lapicero por debajo de la nariz con la lujuria con la que uno huele un puro habano que fue torcido y enrollado contra los muslos monumentales de una mujer a la que le estaban leyendo en voz alta una terrible novela de Thomas Bernhard en la que el protagonista intenta contar la trágica existencia de Glenn Gould. Lo de los muslos y la nariz y la novela no se lo dije porque no creo que sea algo que se deba publicar. Ahora siento una cierta emoción al escribirlo y me paso por la nariz este lapicero de cedro (un lapicedro) con el que estoy escribiendo.

Tampoco le dije que el gesto no había tenido nada de altruista. Amablemente me preguntó qué libro había elegido, y le enseñé la portada mientras le daba su título, The Loser. A lo que él respondió

—C’est pas gai, c’est pas gai.

Y yo

—Je sais, je sais.

Porque a todo comentario duplicado le corresponde una respuesta duplicada, como si un solo “je sais” quisiera en realidad decir “ya puede usted hablar todo lo que quiera, caballero, porque lo que es yo no le estoy prestando la menor atención.” El hombre tomó el lapicero y yo sentí su presencia en mi mano durante un rato, como cuando a uno le amputan una pierna pero todavía siente la urgencia de la comezón, o incluso dolores en lugares específicos de ese espacio ahora en blanco, como le pasaba a mi vecina de la infancia. El caballero, pues, se retiró, dejando un miembro menos en mi mano (un dedo menos, o un órgano y conducto por el que se desplazan las palabra que nacen en las profundidades del hígado) y recogiendo sus libros, él y su cargamento exeunt.

Ahí acabó el sainete.

Él no podía saber que ahí empezaba la tragedia.

Pues el gesto no podía ser en absoluto altruista. Cada uno de los lapiceros de mi caja contiene, en su alma de grafito historias escondidas y reservadas a un caballero como si fueran una aventura. Allá va cada lapicero, circulando por entre dedos y manos, que, sin saberlo, son solo los ejecutores de un testamento.”

 

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